Un poeta es un satélite en constante caída

Un poeta es un satélite en constante caída
© Senderos Editores. Diseño y diagramación: Carlos Andrés Almeyda Gómez. Editor: Mario Torres Duarte. Se permite la reproducción parcial de este libro siempre y cuando sea citada la fuente, su autor y su editorial.

sábado, 28 de noviembre de 2015

Recogiendo a Nezahualcóyotl


De la flor oscura vienes, Coyote hambriento, de la flor oscura

y del lago que emanaba sal y luego llanto extraño y niebla gris.

En ese lago que ahora es casi nada

ahora, cuando eres barro seco y cal forjada

yo te nombro y recuerdo que de la flor oscura vienes

y de la rivera que emanaba sal

de esa que es el vestigio de tu huella

testimonio de tu paso casi extinto.

Te veo en lo alto imponente

como jarilla que crece en los peñascos.

Te veo allí estirando tu mano fuerte

hasta tocar el ombligo de la Luna

con tu dedo largo sobre el horizonte que dominas.

Con los frutos del nopal construiste los castillos

que ensombrecieron a los hombres provenientes del oriente

hombres que sin conocerte también tuvieron miedo de tus ojos

y corrieron ante el eco de tu aullido

que subía de vez en vez de la orilla de los lagos.

Vimos las flores marchitarse, entonces las nombraste:

florecieron de nuevo los jardines.

Algunas veces lloramos hasta que el llanto se hizo silencio.

Entonces alzaste tu voz y nosotros volvimos al canto.

No fuimos nosotros para siempre.

Nos deshicimos como el plumaje del quetzal que se desgarra.

Estuvimos sólo un poco aquí, pero tú no.

Tu nombre aún lo escriben las serpientes en el valle

tu rostro aún lo dibujan las aves en el lago

porque no brotaste en vano sobre la tierra,

Coyote hambriento, no viniste en vano

y fuiste el dueño de este rincón donde nace el aliento del jaguar.

El amor, si acaso, me alcanzó para acabar este poema.

A ti te alcanzó para mucho más:


Para amar el canto del cenzontle

Para amar el color del jade

Para amar al hombre mismo.


***

Poema publicado originalmente en:




Analogía de las puertas y los versos

"Estoy tan solo como estas gotas de lluvia
que caen en mi cara."

Daniel Santiago Jiménez

He sido todos los poemas y he sido uno solo. Ahora soy este que se este que se escribe en los charcos, que se lee con el humo de los carros, que se va con estas gotas de lluvia deslizándose en mi rostro. Soy este poema que pasa desapercibido entre las sombras de los postes, arrastrándome, retorciéndome, revolcándome como afirmando que en algún momento también seremos barro. Soy este que se alza como una gaviota herida que muy pocos ven o que miran de soslayo porque camina coja por la calle. De soslayo y tal vez con algo de pesar o lástima. Soy este poema que empezó con el alba pero que ya termina.

  No siempre fue así. Un día de mis ojos brotó toda la arena de Abisinia y de mis dedos salió todo el perfume de París. Otra vez vi nacer la Luna en un río del Lejano Oriente y la vi ahogarse allí mismo completamente ebria de la vida. Una tarde me encontré de frente con el cielo, me quedé mirándolo fijamente: fui testigo de los cuerpos ardiendo en el fondo de su azul. También recuerdo aquella noche larga en que lloré con amargura porque encontré la ira de Dios en los ojos moribundos de un burro triste de los Andes; o esa otra cuando abrí mil doscientas ochenta puertas buscando el comienzo de un poema que decía: Aprendimos a desafiar las tinieblas con más oscuridad.

  Y esa última ¿Qué decir de esa última noche, compañeros?... Nada, no decir nada porque hemos errado: no todas las palabras alcanzan para nombrarlo todo, para abrazarlo todo, para decirlo todo. Algo nos falta, algo sublime.

  Soy este poema que empezó con cada sol pero que ya se acaba. No siempre fue así:

  Hace mucho que los versos dejaron de ser un diluvio para mí, una salida.


***


Poema publicado incialmente en:




Buenos Aires, 4 de septiembre

Será cuando me vaya que nadie más cerrará las ventanas.

El aire de la casa se hará más frío.

El paisaje gris de la ciudad entrará por debajo de la puerta.

El teléfono sonará todos los días hasta que algo falte.

Las luminarias no se encenderán de nuevo.

El café se hará piedra en la despensa.

Ya no tendrán lugar en mis ojos los tediosos crepúsculos.

La Luna no se reflejará nunca más en estas manos

y mis mejillas carecerán del brillo que ofrece el día.

Mi cielo seguirá con su color rojo y a veces negro.

Las calles contarán las mismas gotas, los mismos pasos

las mismas hojas secas

y uno que otro perro canequero dejará sus huellas

en la cara de la noche.

Los libros que leía con mis amigos se quedarán allí

con el polvo que será su cuerpo.

Mi armónica ya no sabrá de labios

ni de notas, ni del viento

mi gato pasará a ser de mis hermanos

hasta que él también se vaya.

Todo será cuando yo no esté

cuando mis huesos

sean un riego de jardines al abrigo de algún árbol caribeño.


Pero ahora es no importa porque en este preciso instante

me veras volar en la ciudad de la furia,

me verás caer como flecha salvaje.

Ahora, en este preciso momento,

me verás dormir al amanecer

entre tus piernas,

 entre tus piernas.


***

Poema publicado originalmente en:





Analogía de los poetas y los días

Somos los dueños de la noche

y de la aurora que le nace a sus vestidos.

Somos los dueños de todo lo vivido

y de las carnes que han transitado nuestros cuerpos.

Una vez nos salieron alas

y fuimos también los dueños del viento

y domamos a los tigres de Etiopía

y formamos toda la arena del desierto

y cada dedo nuestro era la voz de algún poeta

hasta que abrimos los ojos.


Fuimos de nuevo hombres.

Nosotros dimos forma al viento, le pusimos senos, labios, alma

y lo soplamos fuertemente para formar con él las lluvias

que derrumbaron los montes de los Andes

y aplaudimos con tal fuerza que creamos los truenos

que mucha gente vio con asombro por las ventanas

hasta que abrimos los ojos, entonces fuimos de nuevo hombres:

Se nos cayó la mirada pero nunca dejamos de andar

se nos llenaron de llagas las rodillas pero nunca dejamos de andar.

Se nos apareció la muerte. nosotros murmuramos, reímos

y gritamos a toda voz Y la muerte no tendrá dominio

mientras levantábamos el rostro al cielo

nuestra voz fue su puñal.

Se escaparon las nubes por la herida

que le hicimos al firmamento

y se llevaron consigo la sombra que nos acechaba.

Eso nos pasó muchas veces

y muchas veces también quedamos heridos

tirados en la calle sin entender

la grandeza de nuestra propia lluvia

pero nos levantamos y nunca dejamos de andar.

Para ser los dueños de esta inmensidad hay que estarlo.

Se debe morir todos los días con cada verso

se debe ser ceniza, eco, sombra, viento

para ser los amos de la Luna, para ser la noche misma.


A Epifanio Andrés Tocarruncho, Manuel Alejandro
y demás amigos del comité de bebedores.



***


Poema publicado incialmente en:






Dylan Thomas en la otra mesa

Esconde el hombre en su sombra muchos nombres.

Se pierde en la niebla, la anda, se esfuma, pero siempre vuelve.

Caben en sus brazos todas las sombras, incluso las de ayer.

Conocen sus manos el resguardo intangible de la Luna.

Señala de memoria cada gota que se oculta en el rocío.

No se inmuta cuando escucha atento el secreto de la lluvia

hasta que sonríe y con los brazos abiertos la recibe.

Esconde el hombre en su sombra muchos nombres.

En la noche atiende un canto de borrachos en la calle

lo pinta con un baile de dedos plagados en la mesa

y siete copas de algún elixir le salen al encuentro. Ríe.

Se pierde en la niebla, la anda, se esfuma, pero siempre vuelve.

La hoja entre el suelo y la planta de sus pies es la música.

De todos los mundos posibles, optó por sus mismos labios.

De todos los mundos visibles, escogió su propia ausencia.

Caben en sus brazos todas las sombras, incluso las de ayer

y su puerta más oscura es la que más luz le proporciona. 

Escogió el poeta el silencio a manera de profundo grito.


***


Poema publicado originalmente en:








El reflejo de Ian Curtis

Vino de la eterna noche de Mánchester.

Un día, caminando por la calle

se encontró con que el mundo cabía

en un charco al lado de la acera

y que su alma excedía los bordes de su sombra.

Tomó una piedra, la arrojó al charco

y se quedó quieto observando

el efecto del agua en su cabeza.

Retrocedió dos pasos hasta que su sombra

se encontró con el dominio de la noche:

El eco de la piedra contra el charco

aún retumba en mis oídos.

El agua no ha dejado de moverse.



***



Poema publicado originalmente en: